Cuando hablamos de ciudad no hablamos solo de edificios y tráfico, hablamos de las calles donde caminas a diario, de la esquina donde tomas el bus, del mercado donde haces las compras y de las paredes que ves sin darte cuenta. En ese paisaje cotidiano los murales se vuelven imposibles de ignorar. Un muro pintado aparece en el mismo lugar donde antes solo había cemento manchado y de pronto cambia la sensación del espacio, lo vuelve más reconocible, más comentado y a veces más discutido.
En esta guía espacio público significa esos lugares compartidos donde la gente pasa, espera, se encuentra o juega. Una plaza de barrio, las paredes de un colegio, el puente peatonal sobre una avenida, la fachada de un mercado, las canchas donde se arma la pichanga de los domingos. Cuando un mural entra en esos lugares entra directamente en la rutina de miles de personas, tanto de quienes lo buscan como de quienes simplemente pasan. No es una obra escondida en una sala de museo, es un mensaje grande y a la vista de todos.
La idea de este texto no es hacer una galería de fotos ni una lista de “murales que tienes que ver”. Es una guía escrita para entender cómo el arte urbano modifica los espacios públicos, cómo cambia el ambiente, qué conversaciones provoca, qué tensiones abre y qué historias deja sobre la pared. El objetivo es que puedas imaginar la ciudad a través de las descripciones, y que la próxima vez que cruces un mural en tu barrio puedas leer algo más que colores bonitos.
Qué entendemos por espacio público y por qué los murales importan
En las ciudades peruanas el espacio público está hecho de veredas que a veces se estrechan, de pasajes donde casi todos se conocen, de plazas y parques más o menos cuidados, de mercados que se desbordan hacia la calle, de paraderos improvisados, de paredes largas junto a avenidas, de puentes y pasos a desnivel, de canchas deportivas rodeadas de rejas y de fachadas de colegios y centros de salud. Son lugares por donde se cruzan vecinos, comerciantes, estudiantes, trabajadores, turistas y gente que solo está de paso.
Cuando un mural aparece en uno de esos lugares no es un detalle pequeño. Está ahí todos los días, entra en el campo visual de quien va apurado y de quien tiene tiempo para mirar, acompaña al que espera el bus, al que vende jugo en la esquina, al niño que sale del colegio. Un mural puede hacer que un espacio se sienta más cuidado o más caótico, más acogedor o más tenso. También marca quién está tomando la palabra en la ciudad, si son artistas, vecinos, marcas, partidos políticos o una mezcla de todos.
Por eso los murales en espacio público pesan más que una pintura colgada en un interior. Se convierten en parte del clima del barrio, ayudan a definir qué se considera aceptable, qué se critica, qué se celebra y qué se intenta ocultar. Esta guía se concentra en esos lugares cotidianos y compartidos, no solo en los rincones que salen bien en Instagram.
Del muro gris al punto de referencia del barrio
Antes de un mural muchas paredes son solo fondo. Concreto manchado, restos de afiches, anuncios viejos, humedad. Nadie las usa como referencia, casi nadie se detiene a mirarlas. Después de una intervención fuerte el mismo muro puede convertirse en un punto de orientación y de encuentro. De pronto alguien dice nos vemos en el mural del cóndor o bájate donde está la señora gigante con flores. El dibujo y el color se vuelven parte del mapa mental del barrio.
En la práctica esto significa que algunas personas cambian levemente su ruta para pasar por ahí, que un grupo de amigos decide sentarse cerca, que una pareja se toma una foto rápida camino al trabajo, que un padre se detiene un momento para explicarle a su hijo quién es el personaje pintado o qué representa la escena. El lugar sigue siendo el mismo en términos de metros cuadrados pero se siente distinto. Deja de ser un hueco de paso donde nadie mira a nadie y empieza a funcionar como un pequeño escenario compartido.
Incluso quienes no simpatizan con el mural lo usan como referencia. Puede haber quejas sobre el estilo, el tema o la presencia de firmas, pero la pared ya no es invisible. Es ese muro donde pintaron la cosa esa. El simple hecho de que la gente hable de un tramo de calle que antes ignoraba muestra hasta qué punto una imagen grande puede reordenar la forma en que el barrio se orienta y se reconoce.
Transformaciones estéticas: color, textura y ritmo visual
Uno de los cambios más visibles es puramente estético. Una pared plana, sucia o parcheada con diferentes tonos de pintura pasa a tener una composición pensada, una paleta de colores y un ritmo. Desde lejos se ve un bloque de azul, un rostro naranja, una figura que se estira a lo largo de la cuadra. Desde cerca se distinguen texturas, pinceladas, detalles que antes no existían.
Aunque alguien no se considere fan del graffiti o del muralismo suele notar la diferencia entre una superficie abandonada y una que recibió horas de trabajo. El ojo percibe el cuidado. Grandes formas repetidas, franjas de color o patrones geométricos ayudan a marcar el espacio. Es más fácil decir bájate en el mural verde cerca del mercado que describir una fila de muros grises sin rasgos.
Este ritmo visual también compite con otras capas de la ciudad. Con carteles de publicidad, con letreros políticos, con anuncios de alquiler y venta, con cables y postes. A veces el mural dialoga con todo eso, otras veces lo tapa. En cualquier caso introduce otra voz en la mezcla, una voz que trabaja con color y composición en lugar de solo texto y precio.
Transformaciones sociales: conversaciones, visitas y nuevas rutinas
Más allá de los colores, muchos murales cambian un poco la forma en que la gente usa un lugar. Durante los primeros días la reacción más común es el comentario de pasillo. Ya viste el mural nuevo, quién habrá sido, ah mira a ese personaje. Los niños suelen ser los primeros en apropiarse de la imagen, inventan historias, imitan gestos, señalan detalles que los adultos no habían notado.
Cuando la pieza está en una ruta transitada empiezan a aparecer visitantes que no son del barrio. Alguien viene de otro distrito para ver la pared, otro aprovecha que está cerca de una gestión o un trámite y se toma un momento para sacar fotos. No hace falta que sea un destino turístico formal. Un paradero puede volverse más llevadero si hay algo interesante que mirar mientras pasa el tráfico.
Para los negocios cercanos también hay pequeños efectos. Ese puesto de jugos es el que está frente al mural con la ballena, esa bodega está al costado de la pared con flores. A veces eso se traduce en unas cuantas ventas más, otras veces solo en conversaciones que hacen el día menos pesado. No todos los murales generan revoluciones sociales, pero muchos introducen pequeñas variaciones en las rutinas, dan pretexto para quedarse un rato más o para cambiar la manera de nombrar ese pedazo de ciudad.
Transformaciones simbólicas: memoria, luchas e identidades visibles
El impacto más profundo suele ser simbólico. Un mural sobre el muro de un colegio puede mostrar niñas y niños leyendo, deportes, diversidad de cuerpos y orígenes. De inmediato el mensaje sobre lo que se espera y se valora en ese lugar cambia. Una cancha con retratos de deportistas locales deja claro que el barrio tiene memoria y orgullo propio. Un puente pintado con escenas de lucha ambiental o de historia migrante le da otra capa a un espacio que antes solo se asociaba con tráfico o inseguridad.
En muchas ciudades peruanas los murales ayudan a hacer visibles identidades que rara vez aparecen en la publicidad oficial. Pueblos originarios, mujeres trabajadoras, población LGBTIQ+, vendedores ambulantes, héroes barriales. Cuando sus rostros y símbolos ocupan paredes grandes en plazas o avenidas se envía un mensaje distinto al que dan solamente las vallas comerciales. El espacio público dice aquí también estamos nosotros.
No hace falta leer cada letra para sentirlo. Aunque alguien no se detenga a interpretar la escena completa, percibe que esa pared cuenta algo más que un logo o un eslogan electoral. Hay duelo, orgullo, rabia, humor. Ese contenido simbólico se acumula con el tiempo y convierte ciertas esquinas en especie de archivo abierto de las preocupaciones y aspiraciones del barrio.
Tensiones y debates: quién decide qué aparece en el espacio público
Cada mural en espacio público abre preguntas sobre quién tomó la decisión y para beneficio de quién. A veces es la municipalidad que invita a artistas para mejorar la imagen de una zona. Otras veces es una marca que contrata a un muralista para hacer una campaña con estética de barrio. En muchos casos son artistas o crews que pintan por iniciativa propia, negociando con el dueño del muro o simplemente asumiendo el riesgo.
La frontera entre arte comunitario, propaganda, publicidad y vandalismo no siempre es clara. Un diseño con logos puede usar colores y símbolos locales y presentarse como aporte cultural aunque su función principal sea vender. Un mural político puede aparecer con el lenguaje visual de una campaña social y generar rechazo en vecinos que no comparten el mensaje. Una pieza independiente puede ser celebrada por unos y vista como daño por otros.
En zonas donde hay procesos de gentrificación los murales también se vuelven campo de batalla. Para algunos vecinos son señal de que el barrio está mejorando y recibiendo atención. Para otros son la punta de lanza de un proceso que subirá alquileres y desplazará a quienes llevan años ahí. En todos estos casos el debate no es solo sobre colores o estilos, es sobre poder y representación en el espacio que todos comparten.
Historias típicas: mural comunitario, encargo de marca, muro conflictivo
En un barrio popular un grupo de jóvenes y un colectivo cultural se juntan para proponer un mural en la pared de una losa deportiva. Hacen reuniones con vecinos, escuchan historias, eligen personajes y frases que tienen sentido para la comunidad. El día de la pintura se mezclan manos expertas con manos que pintan por primera vez. Al terminar, los niños buscan sus rostros en los detalles, las madres reconocen escenas de la vida diaria y más de uno dice este mural es nuestro. Si alguien intenta rayarlo con otra cosa, hay voces que lo defienden.
En una avenida principal una gran marca financia un mural de varios pisos. El resultado es impactante, técnicamente impecable, se ve desde lejos. Para algunas personas es un alivio ver una imagen trabajada en lugar de un muro descascarado o de un panel publicitario convencional. Para otras es básicamente lo mismo, otro anuncio que se apropia de un espacio visible sin pedirles permiso. En la conversación cotidiana se mezclan el reconocimiento al trabajo del artista y la incomodidad por la lógica de quién puede pagar por ocupar esas paredes.
En otra esquina aparece una pared con mensajes políticos directos. Nombres, consignas, figuras de protesta. El muro divide al barrio. Hay quienes se sienten por fin representados y quienes se molestan cada vez que pasan. En pocos días aparecen intentos de borrado, respuestas pintadas encima, frases tachadas y reemplazadas. No es un espacio de consenso sino de conflicto, pero precisamente por eso se vuelve un termómetro de las tensiones que ya existían y que ahora se hacen visibles sobre el cemento.
Murales participativos: cuando el barrio entra en la pintura
Cuando los vecinos participan en el proceso el mural cambia de categoría. No es simplemente algo que apareció en la noche o un proyecto cerrado que llegó desde afuera. Talleres con adolescentes, reuniones con organizaciones locales, sesiones de dibujo con niños antes de elegir el diseño, todo eso convierte la pared en un pequeño laboratorio de conversación.
En esos procesos es común que las personas se propongan a sí mismas o a sus familiares como parte del motivo. Que sugieran incluir el mercado, el club, la quebrada, el cerro cercano, los elementos que hacen que ese lugar sea ese lugar y no otro. Bajo la guía de uno o varios artistas la gente pinta fondos, rellena figuras, traza líneas sencillas. El resultado puede ser menos “perfecto” desde la mirada de un especialista, pero suele tener más defensores en la vida diaria.
Esa sensación de haber puesto la mano en la pared deja huella. Los jóvenes que participaron llevan a sus amigos a mostrar lo que hicieron, los padres reconocen la firma del hijo en una esquina del mural, las vecinas que prestaron sillas y comida sienten que el proyecto también pasó por su casa. En muchos barrios este tipo de participación reduce la probabilidad de que el mural sea destruido y aumenta la probabilidad de que alguien diga oye no borres eso cuando aparezca un conflicto.
La vida larga o corta de un mural en la ciudad
Ningún mural está garantizado para siempre. El sol quema los colores, la humedad abre manchas, el humo de los buses deja una capa gris, el tiempo borra los detalles finos. A veces la municipalidad decide repintar por completo una pared, a veces el dueño del predio cambia de plan y levanta otra construcción, a veces otro artista llega y superpone una nueva pieza sobre la anterior. Lo que fue novedad un año después puede pasar desapercibido entre cables, carteles y tráfico.
Sin embargo muchas veces la memoria del mural sigue en otros lugares. En las fotos guardadas en el celular de quien posó delante, en la publicación de una página de barrio, en una nota de prensa antigua, en las conversaciones que empiezan con aquí antes había una pintura bien bonita sobre tal tema. Algunas ciudades empiezan a documentar estas capas, otras las dejan desaparecer sin registro. En ambos casos la relación entre murales y espacio público se mantiene viva precisamente porque nada está completamente cerrado.
Para los artistas y los vecinos esta vida limitada puede ser dolorosa pero también forma parte del juego. Saber que una obra puede desaparecer en cualquier momento le da urgencia y a la vez ligereza al gesto. Lo importante no es solo que quede un objeto físico, sino que durante un tiempo ese muro haya cambiado la manera en que la gente miraba y vivía ese pedazo de ciudad.
Cierre: leer la ciudad a través de sus murales
Murales y ciudad no es solo una historia de decoración bonita sobre paredes grandes. Es la historia de cómo el color y las imágenes influyen en la forma en que caminamos, esperamos, trabajamos y conversamos en los espacios compartidos. Un mural puede transformar un muro gris en referencia de barrio, introducir temas de memoria y lucha en la ruta al trabajo, crear pequeños cambios en la economía informal de una esquina y abrir debates sobre quién tiene derecho a hablar en voz alta sobre cemento.
A lo largo del texto vimos tres tipos de transformaciones que se cruzan todo el tiempo. La transformación estética, cuando el muro pasa de superficie abandonada a composición cuidada. La transformación social, cuando ese lugar de paso se vuelve punto de encuentro, conversación o conflicto. La transformación simbólica, cuando la pared empieza a hablar de identidades, historias y problemas que rara vez aparecen en otros canales. Junto con eso aparecieron también las tensiones sobre quién decide, quién se siente incluido, quién gana y quién pierde con cada imagen.
La próxima vez que pases frente a un mural en tu barrio puedes hacer un pequeño ejercicio. Imaginar cómo era ese muro antes, mirar con detalle qué cuenta ahora y preguntarte para quién está trabajando esa pared. Para los vecinos, para una marca, para un partido, para varias cosas a la vez. Leer la ciudad de esta manera no requiere ser experto en arte urbano, solo un poco de atención. A partir de ahí otros textos pueden profundizar en escenas específicas, crews, artistas o procesos políticos, pero la clave siempre estará en esa relación viva entre mural y espacio público que se construye día a día.

Escribo sobre arte urbano, ciudad y cultura visual. Me gusta entender quién está detrás de cada mural y qué historias se cruzan en el espacio público. Aquí reúno entrevistas, crónicas y recursos para quienes viven y trabajan entre paredes pintadas.
